Los Cavaliers son lo que son, para Cleveland y para el mundo, por obra y gracia de LeBron James. Nunca un jugador ha significado tanto para una franquicia, algo que se sitúa incluso por encima de Michael Jordan y los Bulls o el añorado recuerdo de Allen Iverson en los Sixers. Porque hay héroes que van y vienen, pero la figura del Rey, imperecedera, es para siempre. Nunca un mercado tan pequeño fue referencia del mundo como pasó en las dos épocas de la estrella en la franquicia. Una primera en la que fue más criticado que aplaudido, especialmente fuera de Ohio (pero también dentro cuando se fue a los Heat) y una segunda en la que ya era una deidad consolidada, un hombre que estaba por encima del bien y del mal y que a las cuatro Finales a las que llegó en Miami sumó otras cuatro en Cleveland, cinco si añadimos la que logró en 2007, 10 en total con la conseguida con los Lakers, ocho de ellas consecutivas. Números de otra era,
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